ESPECIAL: Las manos campesinas que restauran las zonas rurales de Usme con especies nativas

zonas rurales de Usme con especies nativas

Ocho operarios del Jardín Botánico de Bogotá pintan de verde los predios de los embalses La Regadera y Chisacá y del Batallón de Entrenamiento y Reentrenamiento (BITER) del Ejército.

Estos campesinos paramunos han plantado más de 65.000 árboles y arbustos de especies nativas del bosque altoandino en estas zonas rurales de la localidad de Usme.

Sus manos son las encargadas de restaurar y recuperar ecológicamente los sitios afectados por actividades como la ganadería y plantas invasoras como el retamo espinoso.

 

La oficina de Julián Rojas, ingeniero geógrafo y ambiental del Jardín Botánico de Bogotá (JBB), carece de paredes, computador y escritorio. Su sitio de trabajo es la extensa zona rural de la localidad de Usme, la puerta de entrada al páramo más grande del mundo: Sumapaz.

Desde hace tres años, el también especialista en gestión social y ambiental tiene una rutina inamovible de lunes a viernes. A las cinco de la mañana, una camioneta blanca lo recoge en su casa para llevarlo a las entrañas de la biodiversidad rural.

Luego de un viaje de aproximadamente una hora, Rojas llega a alguno de los tres lugares que tiene a su cargo como profesional del equipo de recuperación ecológica de la Subdirección Técnica Operativa del JBB.

“Mi misión es restaurar y recuperar ecológicamente los predios aledaños de los embalses La Regadera y Chisacá y varias zonas del Batallón de Entrenamiento y Reentrenamiento (BITER) del Ejército Nacional”, informó el profesional.

Allí lo esperan ocho operarios del JBB, campesinos de varias zonas del país que, en su mayoría, llegan a trabajar en moto. Sus manos paramunas son las encargadas de pintar de verde estos terrenos rurales con especies nativas del bosque altoandino.

“Hemos plantado más de 65.000 árboles y arbustos nativos en los tres proyectos que lidero: 36.000 en el BITER, 19.000 en La Regadera y 10.000 en Chisacá, coberturas vegetales que han recuperado zonas afectadas por la ganadería y el retamo espinoso”, mencionó Rojas.

Las vidas de Elizabeth Rondón, Johana Muñoz, Edwin Eduardo Cárdenas, Wilson Cárdenas, Diana Latorre, José David Gutiérrez, Edwin Rojas y Diego Gutiérrez, los ocho operarios campesinos que restauran estas zonas de Usme, están llenas de historias de resiliencia, lucha y amor por la naturaleza.

 

El viaje de Chavita

Elizabeth Rondón, más conocida como Chavita, parece la mamá del grupo de operarios que restauran Chisacá, La Regadera y el BITER. Todos le hablan con respeto, le piden consejos y no le reviran cuando los regaña.

Esta campesina de mejillas coloradas por el exceso de sol nació en Ambalema, municipio del Tolima que no habita en su memoria. Cuando cumplió el año y medio de vida, sus papás tomaron la decisión de buscar un mejor futuro en la selva amazónica.

“Mi papá, que era caudillo en la hacienda Pajonales, vio que en Ambalema no había oportunidad de tener tierra propia. Con mis padres y 11 hermanos nos fuimos a vivir a El Paujil, municipio del departamento de Caquetá”.

En la vereda Jamaica, su progenitor compró una finca de 220 hectáreas, un amplio terreno que destinó a las actividades agropecuarias. Sacó a la familia adelante a través de los cultivos y la cría de vacas y caballos.

“Tuve una infancia muy buena. Mis amigos eran los animales: me encargaba de cuidar 120 ovejas, montaba caballo sin silla y apartaba las vacas. Tengo recuerdos muy lindos de esa época en el Caquetá”.

A los 16 años, Chavita se enamoró de un muchacho de la vereda y decidió volarse de la casa paterna. Luego de casarse, empezaron a construir su hogar en un terreno de tres hectáreas de la vereda Fundación, también en El Paujil.

“Tuvimos seis hijos y con el trabajo de ambos compramos tres casas. Pero el amor se fue deteriorando por el comportamiento de mi esposo: además de tomar mucho trago, no quería darles estudio a los niños y nos echaba en cara todo”.

Aunque Chavita trabajaba como un hombre, su compañero no la valoraba. “Decía que todo lo que teníamos era por él. Se emborrachaba y me humillaba mucho y por eso pensé que a su lado no iba a tener ningún futuro; ‘palomita a volar’ era la frase que más repetía en mi cabeza”.

Cansada del maltrato y las humillaciones que recibió durante más de dos décadas, esta tolimense con corazón caqueteño abandonó a su esposo. Primero envió a sus tres hijos mayores a donde algunos de sus hermanos, quienes vivían en Bogotá y Tolima.

“A los 38 años me fui del Caquetá con mis tres hijos menores. Llegamos a la casa de un cuñado en los predios aledaños al embalse La Regadera, una zona rural de la localidad de Usme donde empezamos de cero”.

Luego de un año en La Regadera, su cuñado le dijo que se fuera a vivir con sus hijos a un predio que tenía en la vereda Olarte, también en Usme. “Para sobrevivir trabajé en varios viveros y empresas de la zona”.

En 2012, Chavita encontró el trabajo de sus sueños. Su cuñado, un ángel que siempre le ha dado la mano, le dijo que el Jardín Botánico de Bogotá estaba buscando operarios para trabajar en las zonas rurales de la ciudad y le ayudó a pasar la hoja de vida.

“Como lo que más me gusta es el campo, supe que el JBB era mi trabajo soñado. Humberto Espinosa, un señor que recolectaba semillas en un sitio donde laboraba en ese entonces, fue el que me ayudó a entrar”.

Chavita fue contratada para ayudar a restaurar las zonas rurales de la capital. Primero estuvo en la Subdirección Científica y últimamente en el equipo de recuperación de la Subdirección Técnica Operativa.

“El JBB es lo más bonito que me ha pasado. Es una entidad que me permite hacer lo que me gusta, plantar árboles, y por eso no lo veo como un trabajo. Cuando cojo un azadón y planto un árbol, solo siento amor y agradecimiento por estar en el campo”.

En la década que lleva como operaria del Jardín Botánico, Chavita ha ayudado a restaurar zonas como La Arboleda, Los Laches, Monserrate, la reserva Thomas van der Hammen (predio Las Mercedes), los embalses Chisacá y La Regadera, BITER y los humedales El Burro y Techo.

“Además de plantar árboles nativos, hago plateos y ayudo al control de tensionantes. En la Subdirección Científica le hacía seguimiento a los árboles, desde que se plantaban hasta que crecían grandes y hermosos”.

Chavita vive en una casa de la vereda Chiguaza, en Usme Centro, donde la acompañan cuatro de sus hijos y varios de sus cinco nietos. Sus sitios de trabajo quedan a escasos minutos de su hogar.

“Es una bendición trabajar cerca de la casa. Cuando estaba en el predio Las Mercedes en Suba, tenía que salir a las 3:45 de la mañana para llegar a las siete. Aunque no me quejaba, ahora todo es más cómodo”.

Su familia también es parte del JBB. Johana Muñoz, su hija mayor, trabaja desde hace dos años en el mismo grupo de operarios de su progenitora. “Nos va muy bien trabajando y viviendo juntas. Otra de mis hijas también estuvo un tiempo en el Jardín, pero no quiso seguir”.

El mayor regalo de su trabajo en las zonas rurales es ver los resultados de las plantaciones. “Hace siete años, planté muchos árboles en Las Mercedes. Cuando los volví a ver, mis ojos se llenaron de lágrimas porque estaban grandes y hermosos; dejar huella me hace feliz”.

Chavita no tiene contemplado regresar al Caquetá, una tierra que adora pero le trae recuerdos amargos. “No quiero encontrarme con mi ex esposo. Mi corazón y alma están ahora en Usme, un territorio hermoso que seguiré pintando de verde”.

 

Una futura profesional ambiental

Johana Muñoz es la hija mayor de Chavita. Nació hace 35 años en El Paujil (Caquetá) y a diferencia de su madre, no tiene muchos recuerdos felices durante el tiempo que pasó en las tierras amazónicas.

“Tuve una niñez en medio de la violencia y los cultivos de coca. Nuestra casa quedaba al lado de un batallón del Ejército y por eso presenciamos muchos enfrentamientos entre los militares y los guerrilleros”.

Esta caqueteña recuerda que las camas amanecían llenas de balas. “En las noches veíamos muchas bengalas y ráfagas de disparos de ambos mandos. Un avión fantasma se la pasaba dando bala”.

Los 15 años que estuvo en El Paujil los recuerda como vivir en medio de un paraíso boscoso pero con mucho miedo y zozobra. “Sentía pánico de que la guerrilla me llevara con ellos, como lo hacía con la mayoría de adolescentes”.

Sus padres la enviaron a la casa de una tía, ubicada en un predio del embalse La Regadera en la zona rural de Usme. “Fueron los tres mejores años de mi vida, donde pude estudiar el bachillerato y me trataron como a una hija”.

Sin embargo, Johana se casó con el novio que tenía, una decisión que cataloga como el inicio de una tortura. Aunque tuvieron dos hermosas niñas, sufrió mucho maltrato por parte de su esposo, tanto así que prefería la violencia de la guerra en Caquetá.

“Mi día empezaba a las cuatro de la mañana y terminaba casi a medianoche. Me tocaba cocinar para los obreros, ordeñar, cultivar, fumigar, hacer oficio y echar azadón, además de soportar el maltrato de ese señor”.

Su pareja la obligó a sacar varios créditos para montar negocios. “Monté una pañalera en Usme y él decidió no ayudar más en la casa. No pagaba el arriendo y se convirtió en un parásito, un encarte para mi”.

Luego de 13 años de vida conyugal, Johana se separó de su verdugo y se fue a vivir con Chavita, su mamá. “Mis hijas prefirieron quedarse con el papá, algo que me rompió el corazón. Me puse a vender cerveza, un negocio que no me gustó porque me tocaba atender borrachos”.

La joven caqueteña le pidió a su madre que la ayudara a ingresar al Jardín Botánico de Bogotá, algo que no la convenció mucho. “Me decía que yo no sabía coger la pala y el azadón. Después de muchos intentos, logré convencerla y me ayudó a entrar a la entidad”.

En 2021, ingresó al grupo de arbolado joven. Su nuevo reto era plantar árboles y arbustos en la localidad de Suba, en el otro extremo de la ciudad. “La distancia no me importaba: iba a recibir un sueldo para rehacer mi vida”.

Todos los días salía de su casa a las 3:30 de la mañana para llegar a Suba a las seis. “Aunque llegaba a mi casa a las siete de la noche, yo era la mujer más feliz del mundo. Nunca me quejé porque sabía que estaba trabajando para tener un mejor futuro”.

Un año después se le presentó la oportunidad de trabajar en el grupo de recuperación ecológica de la Subdirección Técnica Operativa, en predios de los embalses de La Regadera y Chisacá y del BITER, donde estaba su mamá.

“Me puse muy contenta porque podía trabajar cerca de la casa y me iba a ahorrar la plata del transporte. Todos los días, el ingeniero Julián pasa por nosotras en la camioneta y nos lleva a los sitios donde tenemos actividad”.

Con la plata que se ahorra al no tener que coger transporte público, Johana se matriculó en un técnico en manejo ambiental. “Estudio de lunes a viernes de seis a nueve de la noche y los fines de semana trabajo en una finca”.

Su hija menor le dijo que quería vivir con ella, una noticia que le aceleró el corazón. Sin embargo, un trabajador social del ICBF le amargó la felicidad. “Me dijo que yo no tenía los medios suficientes para darle una buena vida a mi hija, como si yo no trabajara”.

A pesar de esta tristeza, Johana solo tiene palabras de agradecimiento por las experiencias vividas en los últimos años. “Soy muy feliz en el JBB, una entidad que me va a permitir ser profesional y darle un buen futuro a mis hijas. Además, le estoy ayudando a la naturaleza”.

 

Un experto en plantas

Desde que tiene uso de razón, Edwin Eduardo Cárdenas ha sentido un gran amor, respeto y curiosidad por las plantas. Durante toda su infancia se la pasaba analizando las hojas y flores que veía en Mochuelo Alto, vereda de Ciudad Bolívar donde se crio.

“Mis papás montaron un negocio agrícola con el que sacaron adelante a sus siete hijos. Luego regresamos a Pasquilla, otra vereda de Ciudad Bolívar donde nací. Al terminar el bachillerato me casé y trabajé en el hospital Vista Hermosa como gestor comunitario y ambiental”.

En 2009, un conocido de su mamá que trabajaba en el Jardín Botánico le propuso entrar a la Subdirección Científica, específicamente al grupo encargado de hacer restauración ecológica en las zonas rurales del sur de la capital.

“Comenzamos en Mochuelo Alto, Pasquilla y algunas veredas de Usme. El trabajo consistía en plantar árboles y arbustos nativos en los predios afectados por actividades como la ganadería, una actividad que ya conocía y fortalecí con una mejor técnica”.

Al poco tiempo de ingresar al JBB, Edwin recomendó a su suegro, José David Gutiérrez, un campesino experto en el trabajo del campo y amante de los recursos naturales, en especial los del páramo de Sumapaz.

Luego de siete años en el Jardín Botánico, en 2016 Edwin pasó a trabajar en la Subdirección de Ecosistemas y Ruralidad de la Secretaría Distrital de Ambiente, donde ayudó a restaurar varias zonas del sur de la ciudad.

“Al año regresé al JBB, esta vez a las colecciones vivas. Estuve a cargo del mantenimiento del Tropicario, las colecciones y las orquídeas, una de las mejores etapas de mi vida porque aprendí mucho sobre botánica”.

En esa época tuvo la oportunidad de hacer un técnico en manejo ambiental a través de una alianza entre el SENA y el Jardín. “Estudiaba de seis a 11 de la noche y llegaba a mi casa en Pasquilla a la una de la mañana. Me levantaba a la cuatro de la madrugada para llegar al trabajo”.

Edwin asegura que los dos años que estuvo en las colecciones vivas fueron su mayor escuela. “Acompañé a varios biólogos a hacer el reconocimiento de especies nuevas en Usme y Ciudad Bolívar; fue una universidad diaria”.

En el Herbario de la entidad, este joven campesino aprendió a reconocer varios árboles y caracterizar las plantas. “Recogíamos frutos y semillas y hacíamos el empacado para dejarlo listo en el Herbario”.

También le ayudó a un alemán que hacía una especialización a caracterizar todas las plantas que hay en el JBB y aprendió mucho de frailejones con Mauricio Diazgranados, actual director científico del Jardín Botánico de Nueva York.

Por temas familiares tuvo que interrumpir su escuela en el JBB. “Trabajé como independiente en Pasquilla y en 2023 me volvieron a recibir, esta vez en el grupo de recuperación ecológica de la Subdirección Técnica Operativa, donde está mi suegro”.

Mientras restauran y recuperan las zonas de La Regadera, Chisacá y BITER en Usme, Edwin comparte sus conocimientos con el grupo. “El JBB es de las mejores experiencias de mi vida porque puedo hacer lo que me gusta: aprender”.

Este campesino de 36 años sueña con volverse profesional. “Quiero ser ingeniero agroforestal. Amo la botánica, desde ir a recoger la semilla hasta llegar al Herbario a hacer el proceso de prensado y así generar conocimientos para otras personas”.

Su única hija de 14 años quiere repetir sus pasos. “Se enamoró del Jardín Botánico desde el primer día que lo conoció y al igual que yo, ama a las plantas”.

 

Líder ambiental y social

Wilson Cárdenas tiene sus raíces clavadas en las tierras paramunas de la zona rural de Usme, un territorio donde ha estado durante toda su vida, es decir 44 años.

“Toda mi infancia la pasé en el campo ordeñando vacas de forma manual y guiando a los bueyes para hacer los cultivos. También jugaba fútbol y montaba cicla con los amigos de mi vereda El Hato”.

Su papá falleció cuando era muy niño y por eso su mamá, María Engracia Hernández, se convirtió en su prioridad. “Estuve con ella hasta hace dos años, cuando subió al cielo a acompañar a mi padre”.

A los 27 años se casó con Diana Latorre y tuvieron dos hijos. Wilson, un hombre de pocas palabras y ojos claros, ha sacado a su familia adelante a través de los trabajos del campo, como la siembra de cultivos y la cría de ganado y otros animales de corral.

En 2012, un amigo de la vereda que llevaba tres años trabajando en el Jardín Botánico le dijo que si quería tomar su puesto. “En esa época eso se podía hacer y por eso me puse a tramitar rápido la libreta militar”.

Wilson ingresó a Subdirección Científica a apoyar la restauración ecológica en varios predios privados de las veredas de la localidad de Usme. Allí plantó muchos árboles nativos en los alrededores de las fuentes hídricas, algo que ya había hecho en su infancia y adolescencia.

“Luego ayudé a recuperar varias zonas rurales en sitios como Monserrate. En 2021 entré al grupo de recuperación ecológica de la Subdirección Técnica Operativa para restaurar La Regadera, Chisacá y BITER, lugares cercanos a mi casa”.

En una época le asignaron la tarea de ayudar a restaurar con especies nativas el predio Las Mercedes en Suba, ubicado en la reserva Thomas van der Hammen. Para llegar al sitio, Wilson se demoraba en promedio cuatro horas en el transporte público.

Cansado de madrugar y llegar a su casa bien entrada la noche, este campesino montó un pequeño cambuche en Las Mercedes, donde durmió durante varias semanas hasta que sus jefes se dieron cuenta.

“Ahora me dejaron fijo en Usme. Lo que más valoro del JBB es que nos dan trabajo a los campesinos y en sitios cercanos a nuestros hogares. De esta forma no gastamos en transporte y rendimos más porque no destinamos largas horas para llegar a los sitios”.

Además de pintar de verde las zonas rurales de Usme, Wilson es un líder social que trabaja por el beneficio de su comunidad. Es el actual vicepresidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda Santa Rosa, donde vive con su esposa e hijos hace cinco años.

“Me encargo de coordinar actividades para mejorar la calidad de vida de los campesinos, como los arreglos de las vías y eventos para los niños. Ayudar a mi comunidad es un sueño que tenía desde pequeño”.

 

La mujer que lucha contra el retamo

En los 33 años que tiene de vida, Diana Latorre ha evidenciado cómo una planta con flores amarillas y ramas llenas de espinas se extiende con facilidad por los bosques, cultivos e incluso cubre los cuerpos de agua.

“Toda mi niñez y adolescencia las pasé en la vereda Arrayanes, un sitio de la zona rural de Usme pegada al páramo de Sumapaz que se ha visto afectada por esta planta. Se trata del retamo espinoso, una de las especies más invasoras del planeta”.

En las labores diarias del campo que hacía con su hermana en la finca de sus padres, Diana retiraba el retamo espinoso. “Además de ordeñar y cultivar, arrancaba esa planta. Pero al poco tiempo volvía a crecer y se expandía con más fuerza”.

A los 17 años, cuando se graduó de bachiller, la joven campesina se casó con Wilson Cárdenas y organizaron su hogar en la vereda El Hato. “Tuvimos dos hijos, un niño y una niña, y nos dedicamos a las labores del campo. A mi me tocaba cocinar para los obreros de la finca”.

La corporación Selva Húmeda, que trabaja con el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), la contrató para ser parte de un proyecto que tenía como fin controlar el retamo espinoso en la ruralidad de Usme.

“Nos dieron la oportunidad a 50 mujeres campesinas de la zona. Fue una experiencia muy bonita porque casi siempre contratan gente de la ciudad y no de la ruralidad. También fue duro porque retirar el retamo es de lo más difícil del mundo”.

Diana tenía un sueño desde hace varios años: ingresar al Jardín Botánico de Bogotá, donde trabaja su esposo Wilson y varios de sus amigos de la vereda. El año pasado, cuando salió una convocatoria laboral, fue de las primeras en presentarse.

“Me fue muy bien en la entrevista porque tenía mucha experiencia en el manejo del retamo espinoso. La felicidad fue mayor cuando me contrataron en el equipo de recuperación ecológica donde trabaja mi esposo”.

Plantar árboles nativos y hacer actividades de mantenimiento como retirar el retamo, están entre las actividades que Diana hace a diario en sitios como los embalses de La Regadera y Chisacá y los predios del BITER.

“Recuperar los árboles nativos que ya casi no se ven en Usme es algo demasiado lindo. En el año que llevo en el JBB he aprendido mucho sobre estas especies y la técnica del ahoyado; además soy parte de un grupo de trabajo muy hermoso que es como una familia”.

 

Hombre paramuno

José David Gutiérrez, un campesino de 59 años, se define como un hombre de páramo. Nació, se crió y aún vive en Pasquilla, una vereda de la zona rural de Ciudad Bolívar que limita con el mayor titán paramuno del planeta: Sumapaz.

“Nací en una casa de barro que tenían mis papás, donde estuve hasta los siete años, y luego nos mudamos a una casita de ladrillo. Vivir en una zona de páramo brinda una tranquilidad que no se ve en ninguna otra parte del mundo; es todo un privilegio”.

A los 23 años se casó con el amor de su vida, una campesina de la vereda Mochuelo que conoció en una fiesta. “Primero nos fuimos a vivir a la casa de mi padre en Pasquilla y a los dos años compré un predio al lado, donde nacieron nuestros tres hijos: dos mujeres y un hombre”.

Toda su vida ha trabajado en las labores del campo, como sembrar papa, arveja y haba. En 2009, el Jardín Botánico le dio la oportunidad de aplicar sus conocimientos en un proyecto de arborización de fincas, entidad donde ya estaba su yerno Edwin Cárdenas.

“Mi yerno fue el que me contó de este proyecto de la Subdirección Científica, donde trabajé durante 10 años haciendo restauración ecológica en zonas rurales de Ciudad Bolívar como Quiba, Mochuelo Alto y Bajo, Pasquilla y Santa Bárbara”.

Cuando lo operaron dos veces de la cadera, José pasó a manejar un invernadero en predios de Cantarrana; allí se encargó de recoger y propagar semillas nativas. “Hacía los semilleros y cuidaba las plantas hasta que estaban listas para plantar. Fue un año y medio mágico”.

Hace tres años entró al grupo de recuperación ecológica de la Subdirección Técnica Operativa, donde ayuda a plantar árboles nativos en La Regadera, Chisacá y BITER. “También he apoyado actividades en Nazareth y Betania, sitios de la localidad de Sumapaz”.

José solo se demora 20 minutos en llegar desde su casa a los sitios de trabajo. “Lo hago en mi moto. Trabajar cerca de la casa es una bendición porque ahorramos dinero y además no llegamos cansados a laborar; sumado a esto”.

El JBB se convirtió en su segundo hogar, una familia en la que lleva 14 años y que le ha permitido sacar adelante a sus hijos. “Somos un grupo de trabajo con mucho compañerismo. Acá estaré hasta que el cuerpo resista”.

 

Campesino de corazón

Edwin Rojas tiene el corazón clavado en El Pedregal, un barrio de la localidad de Fontibón donde pasó toda su niñez, adolescencia y gran parte de su vida adulta. Aunque no nació en el campo, por sus venas corre sangre campesina.

Su padre, un campesino experto en labrar la tierra, le enseñó varios de los secretos de las plantas. “Él sabía mucho de jardinería y árboles. Tenía muy buena mano porque todo que sembraba, brotaba hermoso. El amor por la naturaleza fue la mayor herencia que me dejó”.

Aunque quería dedicarse a alguna actividad relacionada con la naturaleza, el destino lo llevó a otros trabajos como la construcción, pintar casas, transporte de encomiendas y conducción de camiones.

“Tuve que esperar bastante para cumplir el sueño de hacer algo por el planeta. En 2009, la vida puso en mi camino al Jardín Botánico, entidad donde empecé trabajando en el grupo de arbolado joven, en esa época conocido como malla verde”.

Plantar árboles y arbustos en el espacio público y retirar el pasto kikuyo para que no se ahoguen, fueron sus primeras actividades en el JBB. Además, este trabajo le puso en su camino al gran amor de su vida.

“Al poco tiempo de entrar a la entidad conocí a Lucila Moreno, otra operaria que se adueñó de mi corazón. Primero fuimos amigos y con el paso del tiempo empecé a conquistarla para que se convirtiera en mi compañera de vida”.

Edwin pasó a la Subdirección Científica a apoyar procesos de restauración ecológica. Su sitio de trabajo fue en Los Laches, una zona montañosa del centro de la ciudad donde plantó miles de árboles de especies nativas y retiró mucho retamo espinoso.

“Volví a arbolado joven y estuve en varias localidades de la ciudad plantando árboles. En 2012 me retiré del JBB y trabajé un tiempo en la Universidad Distrital haciendo jardinería y luego en una empresa de paqueteo; en esa época seguí enamorando a Lucila”.

En 2013, la mujer de sus sueños le ayudó a regresar al JBB, de nuevo al grupo de arbolado joven. “Formalizamos la relación y nos fuimos a vivir a Bosa Estación; con mucho esfuerzo logramos consolidar un hogar muy hermoso”.

El Jardín Botánico le dio la oportunidad de trabajar en las colecciones de la entidad, donde estuvo más de cuatro años y aprendió mucho de plantas gracias a su gran maestro: el profesor Francisco Sánchez Hurtado.

“El profe Francisco me enseñó muchas cosas de jardinería, plantas y árboles. Las colecciones del JBB se convirtieron en mi universidad, sitios donde también aprendí de Jairo Velásquez, otra eminencia”.

En 2022 pasó al nuevo equipo de recuperación ecológica de la Subdirección Técnica Operativa, donde repitió lo aprendido durante su trabajo en Los Laches. “Ya llevo dos años ayudando a restaurar los predios de La Regadera, Chisacá y el BITER”.

El trabajo en la zona rural de Usme lo tiene muy contento. Según Edwin, en todas sus actividades recuerda las enseñanzas que le dio su padre cuando era pequeño y aplica los conocimientos de los expertos de la entidad.

“El JBB me ha permitido aprender a valorar y cuidar la naturaleza, en especial a los árboles, seres vivos que nos brindan el oxígeno para respirar. Esta entidad ha sido mi universidad y una segunda familia que quiero mucho”.

 

Juventud verde

Con 28 años de edad, Diego Gutiérrez es el más joven de los ocho operarios que se encargan de plantar árboles nativos en los predios de La Regadera, Chisacá y BITER, una actividad que hizo de niño en la vereda Pasquillita.

“Como me crie en el campo, planté varios árboles en la vereda. Mis padres también me enseñaron a cultivar y cuidar a los animales; tuve una infancia muy tranquila en este hermoso territorio de Usme”.

Diego solo hizo hasta noveno de bachillerato. Decidió interrumpir sus estudios porque quería ganar dinero para comenzar a darle forma a su vida. “Me puse a trabajar en los cultivos de la finca de un hermano de mi novia y luego en una empresa que hacía materiales para el ganado”.

En 2018, el papá de su novia le contó que el Jardín Botánico de Bogotá estaba contratando campesinos para plantar árboles en las zonas rurales de la ciudad. “Como siempre me han gustado las plantas, inmediatamente pasé mi hoja de vida”.

El joven campesino entró a la Subdirección Científica a apoyar la restauración ecológica, primero en la localidad de San Cristóbal y luego en Mochuelo y otras zonas del sur de la ciudad. “Al año me casé con Ingrid Gutiérrez, con quien llevaba un noviazgo de 11 años”.

Hace dos años ingresó al grupo de recuperación ecológica de la Subdirección Técnica Operativa, una experiencia que le ha facilitado la vida. “Todos trabajamos cerca de nuestras casas. No tenemos que gastar en buses ni pasar largas horas en el transporte”.

Diego asegura que plantar árboles nativos es una actividad que deja huella. “Cada vez que planto un árbol estoy ayudando a generar vida, una pequeña ayuda para que tengamos un mejor planeta”.

Hace año y medio se convirtió en papá, una experiencia que incrementó sus ganas de trabajar en medio de la naturaleza. “Las actividades de restauración que hacemos le van a permitir a mi hija respirar un mejor aire; todo lo hago por ella”.