El caqueteño que cuida las jardineras del Voto Nacional
Dagoberto Cedeño lleva tres años cuidando las 31.000 plantas que conforman las 12 jardineras del Voto Nacional, un lugar histórico de la localidad de Los Mártires que honra a varios próceres caídos durante la Independencia.
La presencia diaria, dedicación y temperamento fuerte del caqueteño y operario del Jardín Botánico de Bogotá (JBB), han sido vitales para la sobrevivencia de estas coberturas vegetales de nueve especies.
Gracias a Dago, como le dicen sus amigos y compañeros, este sector del centro de la ciudad, antes afectado por su cercanía a los desaparecidos Bronx y El Cartucho, luce reverdecido y lleno de colores. Nueva crónica #BogotáReverdece.
Florencia, la puerta de oro de la Amazonia colombiana y capital del departamento de Caquetá, lo vio nacer hace 55 años. En este territorio rodeado por la manigua y ríos torrenciales de aguas carmelitas, sus padres llegaron luego de padecer por los estragos de la violencia.
“Mis papás eran dos campesinos del departamento del Huila, donde tenían su finca y vivían de los cultivos y el ganado. Debido a las amenazas por parte de los grupos armados ilegales, debieron abandonar su terruño y buscar una mejor vida en la espesa selva amazónica”.
Dagoberto Cedeño conserva frescas las reminiscencias de su infancia junto a sus cuatro hermanos en Florencia, una ciudad que antes era un popocho bosque húmedo tropical habitado por varios grupos indígenas, como los andakíes, huitotos y coreguajes.
“Aunque me crié como un niño humilde en una familia de bajos recursos económicos, mi niñez fue hermosa. Me la pasaba metido en el bosque y nadando en el río San Pedro, un cuerpo de agua bravo y lleno de peces de todos los tamaños”.
Dago, como le dicen sus amigos, recuerda que nadie le enseñó a nadar. “Desde muy niño me tiré en ese río y aprendí solo a nadar como un pez. Yo creo que así nos pasa a las personas que nacimos en esos sitios ribereños; por mis venas no corre sangre sino el agua del río”.
Cuando cumplió los 11 años, el pequeño niño trigueño abandonó los estudios en la escuela para ayudar a sus padres con los gastos de la casa. “Mi primer trabajo fue en el río San Pedro. Todos los días cogía una canoa de guadua y me iba a pescar hasta el municipio de La Montañita”.
Además de la pesca, Dagoberto encontró otras opciones de trabajo en el campo caqueteño. Primero estuvo en una finca ganadera y luego se dejó tentar por una actividad que abundaba por toda la Amazonia: la coca.
“Fui raspachín durante varios años. En esa época había una gran bonanza de ese cultivo en toda la región y por eso los habitantes trabajamos raspando y fumigando. Toda persona nacida durante esos años en Caquetá fue raspachín; el que diga lo contrario está mintiendo”.
Sueños y desgracias
Toda su adolescencia la pasó en los cultivos de coca, pescando en el río San Pedro y trabajando en las fincas ganaderas. Sin embargo, Dagoberto asegura que nunca se dejó tentar por las mafias deforestadoras de la región.
“Esa gente contrata a los campesinos para que talen los bosques amazónicos y así convertirlos en hatos ganaderos. Caquetá es el mayor epicentro de la deforestación en Colombia, un título que me llena de tristeza”.
Dago siente un orgullo desbordado por no haber sido parte de la cadena de la deforestación en la zona más biodiversa del planeta. “No quise coger una motosierra para cercenar el verde amazónico y hoy puedo decir con orgullo que jamás he talado un solo árbol”.
En 1987, cuando tenía 20 años, el campesino hizo una pausa en su vida laboral para prestar el servicio militar en un batallón de Florencia. “Cuando salí, varias personas de los grupos armados ilegales me propusieron que me les uniera; mi respuesta siempre fue negativa”.
El joven caqueteño no quería perder su libertad. Por eso, luego de enamorarse y organizarse con una mujer, salió de la capital de Caquetá y cogió rumbo hacia el departamento del Cauca, específicamente al municipio de Piamonte.
“Llegué a la Baja Bota Caucana y compré una finca con los ahorros que tenía, donde con mi esposa sembramos plátano, maíz y yuca. Pero con el paso de los años, la situación del orden público comenzó a tornarse cada vez peor”.
Los grupos armados ilegales lo invitaron a varias reuniones, pero Dagoberto las rechazó todas. “Un amigo me dijo que hiciera caso para evitarme problemas y por eso fui a regañadientes. Sin embargo, no quise unirme a ellos y así empezaron las amenazas”.
Un día, mientras se tomaba unas cervezas en el pueblo, un señor se le acercó y le propuso que se fuera con él para el monte. “Mi respuesta, como siempre, fue tajante y negativa; por nada del mundo me iba a unir a los grupos armados”.
La oposición de hierro casi acaba con su vida. A los dos días de rechazar la oferta, un hombre lo amenazó con un arma y así se desató una fuerte pelea. “Me le abalancé y casi le quito el revólver. Pero me ganó y me dio dos tiros en la cabeza”.
Dagoberto quedó rendido en el piso y boca abajo. “Unas personas me metieron en una canoa y duramos cuatro horas navegando por el río Caquetá. Llegamos a un hospital de Curillo, donde los doctores dijeron que yo estaba más muerto que vivo; me arrumaron en un rincón”.
A pesar de tener el rostro totalmente cubierto de sangre, el tío de su mujer lo reconoció y decidió llevarlo a Florencia. “Pagó 80.000 pesos para que una ambulancia me llevara, un viaje de cuatro horas donde me prestaron los servicios médicos”.
Los doctores de Florencia evidenciaron que Dagoberto sí podía sobrevivir, pero en la clínica no contaban con los instrumentos para realizar las cirugías que necesitaba. Lo enviaron a Neiva en una ambulancia que recorrió varias trochas por la cordillera durante seis horas.
“Allá me salvaron la vida. Por fortuna las balas no quedaron en mi cabeza, es decir que siguieron derecho. Perdí la vista del ojo izquierdo y estuve hospitalizado durante varios meses en una clínica de Neiva”.
A luchar en la capital
Luego de recuperarse de las cirugías, Dagoberto volvió a su finca de la Bota Caucana e inmediatamente se puso a cultivar. Tenía 25 años y se sentía con muchas ganas de salir adelante y olvidar el accidente que casi acaba con su vida.
“Al poco tiempo los grupos armados volvieron a preguntar por mí. Yo creo que pensaban que iba a estar muerto del miedo después de los balazos, pero fue todo lo contrario. Les perdí el susto y me dediqué a trabajar en la finca”.
Seis años después de sobrevivir a la nefasta violencia, Dago decidió abandonar la finca para evitar que la muerte lo alcanzara. “Otro hombre me volvió a amenazar con pistola en la plaza de mercado del pueblo. La comunidad evitó que me disparara y me convencieron de irme”.
Con el corazón apachurrado por dejar su tierra en el Cauca, el campesino se devolvió a Florencia para iniciar una nueva vida. “Me separé de mi mujer e intenté empezar de cero en la ciudad que me vio nacer. Duré dos años buscando trabajo, pero nada bueno salía”.
Una de sus hermanas, radicada desde hace varios años en Bogotá, le propuso que se fuera a vivir con ella. “Tenía 35 años cuando llegué a la ciudad. La vida me sonrió casi de inmediato, ya que un amigo de mi hermana estaba buscando una persona para administrar una finca lechera”.
Su primer trabajo fue en El Rosal, municipio ubicado a las afueras de Bogotá. “La finca tenía vacas lecheras, caballos de paso fino y marranos. Me sentí muy contento porque iba a estar en el campo y haciendo lo que yo sé”.
Durante dos años, Dago estuvo a cargo de la administración de la finca, un trabajo demasiado pesado porque le tocaba solo. “Mi día empezaba a las tres de la mañana y terminaba a las ocho de la noche. Ese ritmo me cansó y por eso decidí renunciar”.
Su hermana lo volvió a recibir en la casa y le presentó a otro amigo. “Ese señor trabajaba en la empresa Fuller Pinto S.A. y me ayudó a entrar. Me tocaba manejar las máquinas de inyección con las que se elaboran el calzado plástico, escobas, traperos y papeleras”.
Dago arrendó una pieza en el barrio La Aldea de la localidad de Fontibón, ubicado cerca de la empresa. Allí, el amor volvió a tocar a su puerta: conoció a Yurani, con quien se casó y organizó en una casa.
“Los dos estábamos solos y sin hijos. Cuando nos enamoramos le dije: ¿qué estamos esperando?, nada nos detiene para organizarnos y luchar juntos en esta vida. El destino nos unió y nos complementamos muy bien”.
Nuevo jardinero
Dagoberto trabajó durante 12 años en la empresa Fuller Pinto, una época donde logró graduarse como bachiller y comprar apartamento propio en Bosa Porvenir, un barrio del sur de la ciudad.
“Aunque estaba amañado en la empresa, lo que me tenía aburrido eran los ladrones que trataron de robarme muchas veces la cicla durante el viaje que hacía desde mi apartamento hasta Fontibón. Uno de ellos me sacó un revólver y me la robó”.
En 2016 recibió la llamada de un profesional del Jardín Botánico de Bogotá (JBB), entidad que estaba buscando operarios para reverdecer la ciudad. “Yo había pasado varias hojas de vida y una de ellas llegó al JBB. No sé cómo, pero eso me cambió la vida”.
Lo primero que le llamó la atención fue el sueldo: en Fuller Pinto ganaba el mínimo y en el JBB esta cifra sería mucho más alta. “Además, los turnos en la empresa eran muy pesados, algunos en las madrugadas; en el Jardín Botánico iba a tener un horario de oficina”.
Dago ingresó al grupo de jardinería, coordinado en ese entonces por el ingeniero Wilson Rodríguez. Lo ubicaron en el equipo de operarios e ingenieros encargados de hacer el mantenimiento a las jardineras del norte de la ciudad.
“El ingeniero Rafael, del que se me escapa el apellido, era mi jefe directo. Al comienzo pensé que me iba a tocar cuidar los jardines del JBB, los cuales son muy hermosos. Pero me mandaron al aire libre”.
La jardinera de La Sirena, ubicada en la localidad de Suba, fue uno de sus primeros retos. “Estaba toda cubierta por el pasto kikuyo, el mayor enemigo de los jardineros. Fue un trabajo pesado porque esa planta se extiende y es muy difícil de sacar y controlar”.
El nuevo operario comprendió que su labor consistiría en convertir zonas críticas invadidas por kikuyo en jardineras con flores coloridas. “Aprendí mucho de los ingenieros y me convertí en un experto en hacer actividades como el descapote, resiembra, riego y mantenimiento”.
Debido a sus buenos resultados en las jardineras del norte de Bogotá, el equipo de jardinería lo mandó a apoyar otras zonas. “La de la calle 6 con carrera 30 fue durísima. Tocaba hacerle mantenimiento a una especie llamada cola de zorro, muy bonita pero difícil de trabajar”.
Luego de rotar por varios proyectos de jardinería, Dago alzó su voz de protesta. “Empecé a quejarme porque algunos de mis compañeros no hacían la tarea bien y se recostaban en mi trabajo. Como soy de temperamento fuerte, quería evitar una pelea y pedí cambio de grupo”.
Al Voto Nacional
En 2019, las peticiones de Dagoberto se materializaron y fue designado para trabajar en el equipo de Jorge Rodríguez, ingeniero del JBB encargado de las jardineras de las localidades del centro de la ciudad, como Santa Fe, La Candelaria, Los Mártires y Teusaquillo.
“Aunque no había trabajado con Jorge, sabía que era uno de los mayores expertos en jardinería. Primero me tocó en una jardinera ubicada en una de las orejas de la Las Américas con 68, proyecto que sacamos adelante a pesar de las dificultades que tuve con algunos operarios”.
Luego, Rodríguez le propuso ser parte de uno de los proyectos de jardinería más grandes en toda la historia del Jardín Botánico: revivir las 12 jardineras del Voto Nacional, uno de los sitios más emblemáticos e icónicos de la ciudad ubicado en la localidad de Los Mártires.
Dagoberto conocía un poco la zona, ubicada sobre la Avenida Caracas y entre las calles 10 y 11, al frente de la estación Avenida Jiménez de TransMilenio. Sin embargo, antes de iniciar el proyecto, quiso empaparse con la historia del lugar.
“Lo más emblemático del sector es la parroquia del Sagrado Corazón de Jesús o Basílica Menor del Voto Nacional, cuyo origen está ligado a la Guerra de los Mil Días, que se inició el 18 de octubre de 1899”.
Según varios documentos que consultó, en esa época el Arzobispo de Bogotá, monseñor Bernardo Herrera, le solicitó al gobierno del presidente José Manuel Marroquín construir un templo en honor al Sagrado Corazón de Jesús.
En 1891, la bogotana Rosa Calvo Cabrera donó la mayor parte del terreno para la construcción de la iglesia. Los trámites para las obras iniciaron en 1902 y se escogió un diseño de estilo grecorromano elaborado por el arquitecto Julio Lombana.
Las obras de la iglesia culminaron en 1918 y el templo fue consagrado por el arzobispo Herrera Restrepo en septiembre de 1916. La iglesia fue elevada a Basílica Menor por el papa Pablo VI en 1952.
“El fin de la Guerra de los Mil Días coincidió con el comienzo de la construcción del templo y en 1975 fue declarado monumento nacional. Luego de conocer toda esa historia me llené de orgullo porque iba a participar en un proyecto que dejaría huella”.
Sitio histórico
La zona donde está ubicada la parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, llamada plaza o parque de los Mártires, también hace parte de la historia patria de Colombia. En este lugar fueron ejecutados Policarpa Salavarrieta, Camilo Torres y Jorge Tadeo Lozano.
La plaza fue creada bajo una ordenanza en 1850 como un homenaje a los próceres caídos durante la Independencia, época en la que cambió de nombre; antes era conocida como la Huerta de Jaime.
En el corazón del sitio fue construído un obelisco en piedra de 17 metros de altura, un hito que fue bautizado como Monumento a los Mártires y el cual tardó 29 años en ser inaugurado. Entre 1919 y 1928, la Sociedad de Mejoras y Ornato hizo varias obras en el parque.
La construcción de la Avenida Caracas, a mediados de la década de 1930, fragmentó la plaza en dos, perdiendo así la totalidad de todo su costado oriental. Después del Bogotazo, la zona se convirtió en un epicentro de vendedores ambulantes.
Ante su evidente decadencia, en 1959 la plaza de los Mártires fue remodelada: se eliminaron las zonas de parqueo y se construyeron varios contenedores para reverdecerlos con miles de plantas y varios árboles.
Sin embargo, sus mejoras no resistieron a las problemáticas sociales de dos zonas que se consolidaron en los alrededores de este icónico lugar: El Cartucho y El Bronx. En su esquina suroccidental, entre el Batallón de Reclutamiento y la iglesia, quedaba la entrada del Bronx.
“El ingeniero Jorge me contó que el Distrito había realizado tres intervenciones para recuperar las 12 jardineras del Voto Nacional, pero las problemáticas sociales evitaron que las plantas sobrevivieran”, dijo Dagoberto.
El caqueteño recuerda la época en la que el Voto Nacional era el portal de ingreso al Bronx. “Pocas personas se atrevían a transitar por la zona, un sitio donde el miedo, la zozobra y el pánico eran el común denominador”.
Reto apoteósico
El renacer de las 12 jardineras del Voto Nacional, ubicadas en un área de 3.000 metros cuadrados, comenzó a gestarse a mediados del año 2019, luego de que el Distrito logró poner fin al Cartucho y al Bronx.
“Con el desmonte de esas zonas hubo cambios muy fuertes en el centro de la ciudad. Uno de los retos más apoteósicos era recuperar la plaza de los Mártires, un sitio que perdió su belleza y el color de las plantas de jardín por las dinámicas sociales”, apuntó Rodríguez.
El Jardín Botánico fue la entidad encargada de liderar este nuevo proyecto de jardinería. La tarea no sería sencilla, ya que las jardineras estaban totalmente ocultas por un pasto kikuyo que sobrepasaba los dos metros de altura y una cantidad incalculable de basura.
Las seis imponentes palmas fénix de la plaza, un rectángulo rodeado por ferreterías, locales de venta de agroquímicos y más de 50 vendedores ambulantes, se habían convertido en el baño público del sector. Los olores a orín y excremento gobernaban la zona.
Rodríguez sabía que su equipo, conformado por ocho operarios, no sería suficiente para revivir estas jardineras. “Por eso, con 45 ingenieros y operarios del JBB, conformamos cuatro cuadrillas que fueron capacitadas sobre las actividades que haríamos durante dos meses”.
Dagoberto ingresó a una de las cuadrillas. “El aspecto de la plaza era deprimente. Estaba toda cubierta por el pasto kikuyo y mucha basura. Los olores nauseabundos nos obligaron a utilizar tapabocas industriales”.
La plaza de los Mártires fue encerrada para que los operarios del JBB pudieran hacer su trabajo. “Así logramos evitar que los ciudadanos y habitantes de calle ingresaran a hacer sus necesidades en las jardineras”, apuntó Dago.
El primer reto fue retirar todo el pasto kikuyo, escombros y basuras, una actividad de excavación que duró semanas. “Sacamos una cantidad enorme de residuos y encontramos centenares de armas blancas enterradas en la tierra, como cuchillos y navajas”, dijo el ingeniero del JBB.
Con la ayuda de varias máquinas, las cuadrillas del JBB nivelaron el espacio hasta dejarlo a ras del suelo. “Cerca del 70 % del material que encontramos en la tierra eran escombros, residuos enterrados y acumulados durante décadas”.
El florenciano recuerda que sudó la gota gorda en el descapote de las jardineras del Voto Nacional. “Lo más difícil fue retirar el pasto kikuyo, ya que sus raíces son muy gruesas y estaban demasiado profundas; la tierra era una mezcla de basura, escombros y armas blancas”.
Trazado especial
Con la limpieza de los 12 contenedores y la nivelación del suelo, Rodríguez procedió a aplicar el diseño creado por los arquitectos del Jardín Botánico. “Fue un proyecto especial porque normalmente la jardinería no abarca zonas tan grandes; acá eran 3.000 metros cuadrados”.
El trazado de las jardineras fue hecho a través de retículas con cuerdas y estacas. “Desde el centro de la plaza, donde está ubicado el obelisco, trazamos las líneas con las cuerdas, algunas de las cuales tuvieron una longitud de 70 metros. Todo funcionaba como un compás”.
Esta técnica arrojó la nueva forma de las jardineras, líneas y curvas conformadas por los surcos para las plantas y zonas donde iba el chipeado (madera triturada). “Fue un trazado increíble con varias curvas hechas desde el monumento a los Mártires”.
Rodríguez cataloga esta intervención como el proyecto de jardinería más interesante que ha liderado. “Esta obra requirió de un fuerte trabajo de ingeniería, recursividad, detalle y precisión, un proyecto donde logramos capacitar a mucha gente”.
El Voto Nacional reverdeció con más de 31.000 plantas de nueve especies: hebe enano, ajo de rico, azalea, clavel chino, hortensia, bella a las once, diete, lino y nueva guinea. Cada especie fue plantada en una de las jardineras.
“Todos los operarios fueron capacitados para plantar las especies y hacer el trazado. Esto nos permitió contar con un buen equipo que detectaba cualquier defecto por pequeño que fuera, el cual corregimos inmediatamente hasta que todo quedara perfecto”.
Según el ingeniero, cualquier desfase en el trazado y plantación afectaba toda la jardinera. “Si nos equivocábamos en solo dos centímetros de la distancia entre las plantas, que en general es de 30 centímetros, se afectaba más del 10 % de la jardinera”.
El reverdecer de estas jardineras contó con varias manos amigas. “El JBB no podía hacerlo solo. La Alcaldía Local de Los Mártires nos ayudó con el cerramiento de la plaza y varios empresarios donaron materiales; fue un trabajo que integró a muchas entidades”.
El guardián del Voto Nacional
A mediados de agosto de 2019, luego de dos meses de arduo trabajo, el Jardín Botánico presentó el nuevo rostro de las 12 jardineras del Voto Nacional, contenedores que se pintaron con los colores de las flores de las nueve especies seleccionadas.
Las imágenes de drone de la época dejan ver el minucioso detalle de todo el trazado realizado por los ingenieros y operarios de la entidad, extensas líneas y curvas que reverdecieron con las más de 31.000 plantas.
Rocío Arévalo, una ciudadana que trabaja en la zona, quedó sorprendida con el resultado. “Este lugar era muy sucio y con muchos habitantes de calle. Me llena de felicidad ver el Voto Nacional restaurado y con todas esas flores tan bonitas”.
En ese entonces, Rodríguez evidenció que la subsistencia de las jardineras requería de la presencia diaria de un trabajador del JBB. “Pensamos en Dagoberto porque fue uno de los operarios que participó en el proyecto y además es una persona con un temperamento fuerte”.
Dago aceptó la propuesta del ingeniero por varias razones. “Primero porque iba a evitar que ese trabajo tan duro y largo se perdiera por el comportamiento de algunos ciudadanos. Y segundo porque iba a estar solo y no tendría inconvenientes con otros compañeros”.
La primera actividad que hizo como el nuevo jardinero del Voto Nacional fue hablar con el padre de la parroquia del Sagrado Corazón de Jesús para que le dejara guardar las herramientas y cambiarse de ropa dentro de la iglesia.
“El padre me presentó a la señora de servicios generales, una mujer maravillosa que me ha ayudado mucho para que pueda hacer bien mi trabajo. En la iglesia guardo las palas, palines, machete y mi uniforme de color verde”.
El caqueteño recorrió la plaza del Voto Nacional y constató que su labor diaria necesitaba del apoyo de los vendedores ambulantes. “Me presenté con los más de 50 vendedores y les conté que mi tarea era cuidar las plantas. La mayoría dijo que me iba a colaborar”.
Dagoberto empezó a hacer el mantenimiento, una actividad que incluye el deshierbe, poda, replante y riego, cuando se requiere. “Desde que llegué al sitio supe que tendría dos grandes enemigos: las personas que hacen sus necesidades en las plantas y las que les arrojan basura”.
Mientras retira las malas hierbas de las jardineras, varias personas ingresan sin ningún tipo de pena a orinar o defecar. “No solo son los habitantes de calle. La mayoría son personas bien vestidas, hasta con trajes de paño, que nos les importa que yo esté a pocos metros”.
Esto ocurre todos los días, por lo cual Dago se la pasa alzando su voz y mostrando un machete que oculta en el pantalón. “Los saco corriendo porque no me gusta que hagan eso en las plantas. Los vendedores a veces me ayudan a controlar la problemática”.
Para este hombre con sangre amazónica, un jardinero no debería encargarse de recoger la basura que arroja la ciudadanía. “Acá me toca porque los operarios de la empresa de aseo no lo hacen muy seguido. Por eso me he quejado con sus jefes para que hagan su tarea”.
En esas jornadas de limpieza, Dago ha encontrado tesoros ocultos en las jardineras, como joyas, billetes y monedas. Uno de los que más recuerda es un anillo que parecía de oro, el cual se lo regaló a la señora que hace el aseo en la parroquia.
“Lo llevé a una compraventa del centro y me dijeron que no era de oro y solo daban 30.000 pesos por él. Como la señora de la iglesia me ayuda mucho, preferí regalárselo. También he encontrado armas blancas enterradas y frascos de vidrio con bóxer”.
El día a día de Dago
El trabajo como jardinero de Dagoberto empieza antes de que el sol salga por los Cerros Orientales. A las 5:30 de la mañana, cuando toda la ciudad está gobernada por la penumbra, sale de su casa en Bosa Porvenir.
“Cojo uno de los articulados rojos de TransMilenio y llegó a la plaza del Voto Nacional a las 6:30. Lo primero que hago es comerme un desayuno bien trancado en una de las cafeterías del sector, ya que el trabajo físico es bastante duro”.
Con el estómago lleno, Dago toca la puerta de basílica. “En un baño de la iglesia me pongo el uniforme y luego saco todas las herramientas que me guardan en un depósito. A las siete de la mañana le ayudo a la señora del aseo a abrir la puerta de la parroquia”.
Antes de meterse de cabeza en las 12 jardineras, el caqueteño saluda a los vendedores ambulantes que montan sus puestos en los andenes de la plaza. “Varios de ellos son aliados en el mantenimiento de las plantas”.
Los estragos de la noche y la madrugada aparecen por varias partes de la zona, en especial en los alrededores de las palmas fénix. “Solo basta con ver de reojo el lugar para evidenciar la basura. Los olores en las palmas son insoportables; lamentablemente son los baños del sector”.
Con una pala y el machete, Dagoberto retira las malas hierbas de las jardineras, proceso en el que también recoge los vasos plásticos, colillas de cigarrillo, vidrios y papeles que les han arrojado.
“Ahí empiezo a sufrir. Mientras deshierbo y recojo la basura, varias personas ingresan a las jardineras a hacer sus necesidades, por lo cual las regaño con un tono de voz fuerte. Algunos vendedores se unen y a veces logramos que no ensucien las plantas”.
Debido a sus reclamos diarios, Dago ha sido víctima de amenazas e insultos por parte de los ciudadanos que no cuidan la belleza de las plantas. “Las personas bien vestidas que hacen sus necesidades son las más groseras. Pero yo no me acobardo y les respondo igual”.
A las dos de la tarde, el jardinero vuelve a tocar la puerta de la basílica para cambiarse y dejar la herramienta. “Luego doy otro recorrido por la plaza y cojo rumbo hacia mi casa, esperando que durante la tarde y noche las plantas no sufran tanto”.
Presencia clave
En los tres años que lleva como jardinero del Voto Nacional, Dagoberto ha logrado que la mayoría de las más de 31.000 plantas de las jardineras sobrevivan y sigan deleitando a los transeúntes del sector.
“La zona pasó de un sitio crítico de basuras, escombros y pasto kikuyo a un hermoso jardín que se ha logrado mantener gracias al trabajo y presencia diaria de Dago. Sin él, lo más probable es que las plantas ya no estuvieran”, dijo el ingeniero del JBB.
El trabajo del caqueteño ha dejado una profunda huella en el sector. Por ejemplo, durante los meses más críticos de la pandemia del coronavirus, cuando Dago no pudo hacer su trabajo por las cuarentenas, las jardineras no sufrieron tanto.
“Cuando pude volver evidencié que las plantas estaban muy altas y necesitaban un fuerte mantenimiento. Sin embargo, la mayoría resistió y para mí eso es una muestra de mi trabajo en el Voto Nacional”, comentó Dagoberto.
Las plantas que no lograron sobrevivir a las dinámicas de la zona son las de la especie nueva guinea. “Los sitios donde fueron plantadas estas plantas son los únicos que actualmente están desprovistos de vegetación”.
Aunque la estructura lineal de las jardineras se conserva, Rodríguez tiene contemplado realizar varias intervenciones. “Vamos a hacer replantes en los sitios críticos y un mantenimiento general en las plantas que están muy altas con más operarios”, informó Rodríguez.
Para el experto, estas jardineras deberían contar con más apoyo. “Desde que terminamos la obra, el JBB ha sido la única entidad que ha estado presente. Es frustrante que la Alcaldía de Los Mártires haga poca presencia, cuando debería cuidar y sacar pecho por este logro apoteósico”.
El próximo año, Rodríguez hará todo lo posible para que las 12 jardineras del Voto Nacional estén 100 % reverdecidas. “Este sitio es un ejemplo de resiliencia que debemos seguir cuidando. Mi llamado es para que las demás entidades nos ayuden a conservar este lugar histórico”.
Dago coincide con su jefe en la falta de manos amigas en su sitio de trabajo. “Yo estoy todos los días en la plaza y muy pocas veces veo gente de la Alcaldía Local. Me gustaría que la empresa de aseo ayudara más, ya que como jardinero no debería recoger la basura”.
El caqueteño está muy satisfecho con su trabajo. “Este proyecto ha sido el mayor reto en los seis años que llevo en el JBB. Seguiré dándolo todo para que las plantas se mantengan hermosas; aunque todo se ve bonito, si se analiza bien aún hay mucho por hacer”.
Por último, Dagoberto asegura que tiene dos grandes sueños por cumplir: seguir trabajando como jardinero del Voto Nacional hasta que logre la pensión y recuperar las tierras en la Bota Caucana que la violencia le arrebató.
“Aunque no pienso vivir allá, sigo luchando por mi finca. El año pasado fui con la Unidad de Restitución de Tierras para hacer las medidas del predio y constaté que la situación del orden público sigue dura. Pero el terruño es mío y fue fruto de mi trabajo”.